La princesa prometida, todo un clásico generacional de los 80, ha regresado a algunos cines españoles llenando la pantalla de momentos de gran nostalgia. Hoy recordamos algunas de sus curiosidades, especialmente aquellas relacionadas con la novela del mismo nombre escrita por William Goldman.
En los tiempos actuales, como los que nos ha tocado vivir, parece que los cuentos clásicos de hadas, de príncipes y princesas, se pongan en tela de juicio por culpa de sus supuestos valores machistas. Aquellos que enarbolan la bandera de lo políticamente correcto, arremetiendo contra ellos, habitualmente olvidan el contexto histórico en el que fueron concebidos. Por suerte, la película La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987) suele ser un título conciliador que puede gustar tanto a los amantes de esta clase de relatos como a sus detractores. En ella se presentaba uno de los más viejos sacrificios del ser humano: el sacrificio por amor (y por ser amado).
Buttercup y Westley, los jóvenes protagonistas, viven en un entorno natural de postal. Ella siempre le exige a su sirviente todo tipo de labores domésticas, a las que él acepta con agrado con la frase “como desees” (“as you wish” en inglés), que en realidad tiene la connotación de un profundo “te quiero”. Nada complacía más a Buttercup que dar órdenes a Westley a todas horas, y nunca se refería a él por su nombre, ya que siempre le llamaba “muchacho” de manera despectiva.
El pobre Westley no dudaba en acatar todos sus triviales recados: abrillantar la montura del caballo para que ella vea su belleza reflejada, bajarle una jarra de un altillo, llenar los cubos de agua en el pozo, … Cada orden venía aparejada de un acercamiento aun mayor, provocando el inevitable enamoramiento mutuo. A pesar de esta introducción, el joven, al no tener dinero, tendrá que coger sus pertenencias, abandonar la granja, y viajar a tierras lejanas en busca de fortuna. Esta motivación le obliga a realizar un sacrificio aun mayor al tenerse que alejar de su amada. La separación en la distancia será dura, pero el sacrificio merecerá la pena, ya que, tal y como dice Westley: “Nos amamos, ¿crees qué ocurre todos los días”.
Poco se podía imaginar William Goldman, el autor de algunos de los mejores guiones que ha dado la historia del cine, Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) y Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976), por poner tan solo dos ejemplos, que sería recordado para siempre con una sencilla novela de aventuras titulada La princesa prometida. El relato abrazaba la tradición clásica de contar historias, realizando un compendio donde la fantasía, el romance y los cuentos de hadas volvieran a ponerse de moda. Su ingenioso humor lograría que, incluso, los que no consumían este tipo de propuestas, lo hicieran desde la perspectiva de la parodia. Es decir, una valiosísima desmitificación del género, protagonizada por una princesa y un caballero, que, en el fondo, no eran más que dos campesinos que se amaban profundamente.
Siempre se ha comentado que Goldman recibió la inspiración para su escritura gracias a las aportaciones de sus dos hijas, cuando ambas tan solo tenían 4 y 7 años respectivamente. Una de ellas quería que su padre escribiera una historia de princesas, y la otra le dijo que prefería algún cuento sobre una novia. Dicho y hecho, el escritor lograría publicar la novela en 1973, siendo comprada en ese mismo año por la FOX para su adaptación cinematográfica. Durante más de diez años directores tan dispares como François Truffaut, Richard Lester, Norman Jewison y Robert Redford intentarían levantar el proyecto sin éxito.
La principal originalidad de la novela se presenta ya desde su planteamiento en dos niveles. Por un lado, Goldman se dedica a hablar de S. Morgenstern, uno de los autores que más le influyó durante su infancia. En esta parte habla sobre su vida y obra de una manera entusiasta; y por otro, adapta la que sería su novela más conocida, rebajando su densidad y actualizándola para los lectores norteamericanos de la década de los 70. Al parecer Morgenstern había escrito La princesa prometida como un amplio fresco de la cultura de Florín, un país con costumbres y cultura muy particulares, difícilmente entendibles por el público más joven.
Tal y como se expresa en las primeras páginas, esta obra daría un giro espectacular a la infancia de William Goldman, hasta el punto de inspirarle la que sería su vocación por la escritura. El futuro escritor era un niño con graves problemas escolares y con una fijación casi enfermiza por los deportes, y eso que era incapaz de practicarlos. Cuando un día cayó enfermo, y tuvo que guardar cama, su padre le leyó La princesa prometida, omitiendo las grandes y tediosas descripciones, centrándose exclusivamente en las partes más fantásticas y aventureras. Pero todo esto lo descubrió más adelante, ya en la edad adulta, ya que en realidad el texto original jamás lo había leído, sino que le fue transmitido de manera oral a través de su padre.
En la novela, Goldman sigue explicando su intento de dejar esa misma huella en uno de sus hijos, regalándole un ejemplar de la misma. Para su sorpresa, el joven rechazó su lectura porque le resultaba un soberano aburrimiento. Cuando descubrió este hecho, y tras enterarse del engaño, se animó a realizar la citada adaptación con los fragmentos más entretenidos. Es decir, lo mismo que su padre hizo con él cuando estaba enfermo.
Todo esto en realidad es una farsa. Ni existe un país llamado Florín, ni nunca hubo un escritor llamado S. Morgenstern. Goldman tan solo se inspiró en una suerte de realidad paralela, donde incluso su familia formaba parte de un grupo de inmigrantes procedentes del citado lugar. Un ingenioso juego que, si el lector no es consciente de ello, resulta de lo más gratificante.
La adaptación cinematográfica de La princesa prometida, como también les ocurrió a otros títulos de los años 80, no obtuvo un éxito inmediato. El rendimiento en taquilla del cuento de hadas de Rob Reiner fue mucho más modesto, aun consiguiendo doblar el presupuesto inicial con la recaudación en los Estados Unidos. Sería en los videoclubes donde alcanzaría su estatus de mito, convirtiéndose en una de las cintas más alquiladas en formato doméstico.
A decir verdad, sus logros los fue adquiriendo desde la absoluta sencillez. Rob Reiner y su equipo apelaban directamente a la figura del cuentacuentos y a los cuentos de hadas en sí mismos. Los niños y jóvenes de la época se habían criado con este tipo de lecturas, con los grandes clásicos de Disney y con la serie de televisión Los cuentos de Shelley Duvall (Faerie Tale Theatre, 1982-1987) emitida en las sobremesas. Y eso que los videojuegos, en los incipientes ordenadores domésticos, comenzaban a ganar terreno como modelo ocio entre los más pequeños. A este respecto, la película pretendía romper con lo establecido, logrando que los espectadores se volvieran a enamorar con esta clase de historias. Sin ir más lejos, Fred Savage interpretaba a un niño obsesionado por los videojuegos y los deportes, hasta que su abuelo le lee el libro al pie de su cama en un día con fiebre.
En 2016, La princesa prometida entró a formar parte del Registro Nacional del Cine de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Todo un detalle por parte de la Junta Nacional de Conservación del Cine del citado país, que hace destacar los valores culturales de una obra cinematográfica de gran calado generacional.
La relevancia de la película provocó en sí misma un sacrificio para William Goldman. Tras su fallecimiento en 2018, a la edad de 87 años, los medios de comunicación de todo el mundo se hicieron eco de la noticia con titulares como el siguiente: “Muere William Goldman, autor y guionista de La princesa prometida”. Al resto de su excelsa filmografía apenas se le dio importancia.