El regreso de Mary Poppins se puede considerar una de las secuelas más tardías de la historia del cine, distando nada menos que 54 años de la película original. El porqué, esta fabulosa y vanidosa niñera, ha tardado tanto en volver, se puede deducir de los intrincados problemas que Walter Elías Disney y Pamela Travers, autora de los libros, tuvieron durante el proceso de gestación del clásico de 1964. La madre del personaje no quería que su obra se convirtiese en un vodevil musical repleto de canciones y dibujos animados. Ingredientes que irremediablemente iban a aparecer en una producción de la casa del ratón. Todos estos sucesos ocasionaron la imposibilidad de realizar nuevas continuaciones en los siguientes años, obligando a Disney a optar por ese maravilloso plan B que fue La bruja novata (1971), dirigida también por Robert Stevenson.
Aun así, su dilatado regreso va mucho más allá de estos consabidos problemas de producción. La trama de la nueva película, dentro de su aparente sencillez esquemática, establece un puente rotundo con el estado de la sociedad actual. A la pérdida de valores en los medios de comunicación, y especialmente en el cine y la televisión, se le une una sensación de querer que los más pequeños pasen lo antes posible por la infancia y sean catapultados a una edad adulta sin haber disfrutado de esta etapa vital de todo ser humano.
No es casualidad que los banqueros, al igual que ocurría con la cinta de los años 60, sean los que ostenten el poder. Hombres grises que solo se rigen por la administración y el dinero, y que han olvidado por completo el lado maravilloso de la vida. Y es que hoy, más que nunca, uno puede observar que ese universo gris es el predominante por encima de esos otros valores que deberían estar mucho más presentes. Por eso, no es de extrañar, escuchar voces opositoras hacia el estreno de este título, que aluden a que se trata de una historia poco creíble para los niños actuales. Estos agoreros son de nuevo los grises diciendo que los niños no tienen que ser niños.
El regreso de Mary Poppins se presenta como un excelso musical de aires clásicos, construido con los mismos mimbres de los mejores títulos de la filmografía de Disney de los 50 y 60. Entre sus escenas, impecablemente fotografiadas y diseñadas, discurre una trama absolutamente deudora de la película protagonizada por Julie Andrews y Dick Van Dyke. Muchos de sus fans encontrarán múltiples referencias y paralelismos entre ambos filmes, hasta el punto de desarrollarse un esquema prácticamente calcado, pero no por ello fallido.
Rob Marshall, que ya destacó como gran autor en Chicago (2002) y Memorias de una geisha (2005), pone en imágenes un Londres de postal, sacando la acción, incluso, del decorado de estudio, y llevándola a las calles y parques más ensoñadores de esta ciudad que todo el mundo debería visitar, al menos, una vez en la vida. La interacción de Marshall con el espectador es abrumadora, logrando que el ritmo no decaiga en ningún momento, dando lugar a una sucesión de números musicales al más alto estilo de lo que podemos ver en los escenarios del West End.
La cinta contiene, sin miedo a equivocarnos, la que es la mejor banda sonora compuesta de la década. Un inspirado Marc Shaiman se empapa de la obra de hermanos Sherman, compositores de la original, dotando a cada una de las canciones de un alma propia. Destaca por encima de todas “Trip a little light fantastic”, en la que Lin-Manuel Miranda evoca y rinde homenaje a lo que Dick Van Dyke y su grupo de deshollinadores hicieron en los tejados de Londres. Un número musical brillante que ilumina el camino hasta el desenlace emocional de la historia.
Pero realmente el verdadero motivo de la realización de esta secuela la encontramos en “The place where lost things go”, una extraordinaria canción que Mary canta a los niños para hacerles comprender que las cosas que hemos perdido siguen estando entre nosotros de manera muy diferente. Sentimiento de pérdida que no solo se relaciona con lo material o los seres queridos, sino también con toda una declaración de principios hacia los valores de la fantasía infantil que siempre tendrían que prevalecer.
En lo relativo a los actores, Emily Blunt asume el difícil rol de la protagonista, confeccionando a una Mary algo más vanidosa y respondona que la que hizo famosa a Julie Andrews. Su fuerza en la pantalla es tal, que te hace considerar que ha nacido literalmente para encarnar a la niñera. Por su parte, Lin-Manuel Miranda, uno de los creadores más influyentes del género musical en la actualidad, nos regala a un adorable farolero siguiendo la tradición de los mejores personajes Disney de toda su historia. Y Ben Whishaw, Emily Mortimer, Meryl Streep, Julie Walters y Colin Firth firman con su solidez el resto del reparto, sin olvidar la presencia magnética de Dick Van Dyke y Angela Lansbury. Cuando esta última aparece en pantalla nos roba literalmente el corazón, haciéndonos de nuevo volar como hacían aquellas cintas de imagen real de la factoría Disney.
Una película muy necesaria para los tiempos oscuros que vivimos. Una luz en el camino que hará que nuestra travesía por los callejones neblinosos de la realidad sea mucho más deslumbrante.